domingo, 21 de junio de 2020

Fuga



La vida privada de mis vecinos se me escapa entre los dedos. Como el agua que tratamos de contener con las manos en forma de cuenco. Aunque nos fuese la vida en ello, por más empeño que pusiésemos, sería, nada más que el vano intento de un imposible, a sabiendas de que es imposible.

Antes, sus vidas eran mías. Prisioneros de mis ojos. Nada me complacía más que ver caer la noche y saber que todos, sin excepción, se encontraban tras las ventanas iluminadas. Amanecer muy temprano y aguardar el lento ascenso de sus persianas. Saltarme la comida solo para deleitarme con la pausa lenitiva que se produce después de sus almuerzos.

Primero me armé con unos prismáticos al uso, parapetado en un rincón propicio de la azotea. Con el paso de los días, la pericia de la observación, la mejora de las técnicas, me llevó a vagabundear por las páginas más renombradas de la ornitología, hasta hacerme con una incomparable equipación de lentes. Y desde que el repartidor toco el timbre y se plantó al otro lado de la puerta, portando guantes, mascarilla y un paquete cargado de binoculares de distinto calibre, ya no pude renunciar a la sagrada tarea.

Pasan días, pasan noches. Y yo en la trinchera, dándole sentido a la existencia, haciendo, por fin, mío el latido del pecho.

He visto una pareja sorbiendo fideos con tomate de un plato hondo, sentados en el sofá, en silencio, mientras en el telediario disparan cifras a bocajarro. Una septuagenaria en su isla, tratando de no desentenderse del presente en cualquier interrupción de la inviolable rutina. Un arquitecto delineando pasos repetidos por el pasillo, mientras su mujer, inspectora de hacienda en excedencia, se demora en la taza del inodoro, con tal de no tropezarse de nuevo con ese extraño. He visto una niña en la terraza de la planta decimosegunda, saltando sobre una colchoneta. A Fernando, con el que me dedicaba un hola y adiós cada vez que me lo cruzaba por la acera, recién divorciado a los cincuenta, absorbido de madrugada por la luz de su teléfono móvil. He visto un insomne con pinta de suicida de pocas palabras. Más gente de la que podría contar en una vivienda de dos habitaciones. Sofía, tumbada boca arriba en un suelo que finge madera, tratando de recordar el nombre de aquel chico tan guapo del instituto, al que se le fue para siempre la moto en una curva…

He visto tanto y tanto que podría seguir así toda la vida, y otra más que me regalasen.

Y ahora, maldita mi suerte, se me escapan sus vidas sin remedio, en esta fuga infinita. Salen a pasear, primero en turnos bien definidos, después a su libre albedrio. Se alejan cada vez más. Se visten para el trabajo al rayar el sol. Ajetrean aceras y terrazas. Se dispersan. Eléctricos, imparables, nerviosos, sin rumbo…

Y triste de mí, me quedo atrapado y sin destino, en la quietud de sus casas vacías. 




miércoles, 25 de marzo de 2020

Redención




Así las cosas, no resta sino hacer recuento de daños y tomar rápida conciencia de las nuevas reglas de la casa. Como todas, de obligado  cumplimiento.

No nos está permitido reposar la espalda sobre los listones de madera de un banco del parque, a una hora indeterminada de la mañana, con el único propósito de observar con esmero el ir y venir de la vida.

No está permitido el ir y venir de la vida.

Ni frecuentar arenales, ni acariciar con la planta de los pies la espuma en la que se desangran las olas, ni asistir como invitados al juego medido de las mareas.

Ni los abrazos, cortos o largos. Sentidos o pesarosos. Abnegados o entregados. Ni el tacto de labios ajenos, ya sean para embriagarse del gusto húmedo de la pasión, celebrar los encuentros o certificar las despedidas.

No se permiten las despedidas.

No se nos permite velar a los muertos. Ni dedicarles una última caricia  como viático para el largo viaje. Poco importa que sea este y no otro, el último sentido que se pierde.

Ni caminar sin rumbo está permitido.

Ni perseguir pasos ajenos por las calles en busca de nosotros mismos o del recuerdo de otros tiempos en los que fuimos nosotros mismos.

No se nos permite vestirnos de domingo. Las madrugadas en cama ajena. Los amaneceres a la intemperie.

Están prohibidas calles y avenidas. Rincones favoritos. Bañarse con la sombra de los árboles.

No hay posibilidad de esperar, pacientemente, a la salida de un colegio, para deleitarnos con el griterío lenitivo de la tropa.

No se nos permite escalar montañas. Ni arañar caminos. Ni perseguir el sol en días salvajes.

No está permitido el olor a hierba recién cortada.

Ni las habitaciones de hotel.

Ni frecuentar andenes.

Ni salas de embarque.

Ni salir corriendo.

¿Qué horribles errores habremos cometido para merecer tan alta condena?

domingo, 15 de marzo de 2020

Cuarentena



El mundo desde la azotea, es una rareza nunca antes conocida. Un espectáculo idéntico en las formas, pero profundamente diferente en el fondo. Se trata de una cuestión sutil, si bien el hilo de sutilezas se extiende sin interrupción hasta el infinito.



Ayer, el Presidente apareció en la televisión con gesto grave, impecable traje de luto y corbata esperanza, a decirnos que hasta nueva orden, quedaba vetada la vida tal y como la conocemos. Fue una comparecencia con pausas medidas, en las que cabía una pequeña taquicardia a punto de cobrarse su presa.

Al concluir, decidí combatir la disnea repentina con un trago de aire fresco. Abrí el ventanal y aproximé dos pasos en el exterior, temeroso de que la estricta combinación de gases que permite la vida desde hace miles de años, hubiese sido alterada sin remedio.

Fue cayendo la noche. Cautivo y desamado, me dejé llevar por las circunstancias. Edificios abarrotados de luces como nunca antes había contemplado. Sospechado bullicio interior. Quejas, lamentos, golpes inciertos que navegan desde los cuatro puntos cardinales. Calles desoladas.

He pensado que, tal vez, la madre tierra ha dicho basta y frenado en seco este alocado sinsentido. Puede que cansada de tanta ignorancia, tanto desdén, tanto menosprecio, tanto maltrato injustificado. Gritó insurrección. Frenó de repente, pero no sin avisar antes. Frenó como último golpe de efecto antes de la gran involución. Y la vida se detuvo en su forma conocida.

Ahora volvemos a ser frágiles y pequeñitos, seres violentados por la perseverancia de un miasma ridículo que no alcanza ni para ser vivo. Ya no tenemos prisa por llegar a una docena de sitios en la misma mañana. Las ristras de coches no escupen su veneno continuo, en ese enfermizo devenir de todas direcciones y hacia ninguna parte. No abarrotamos centros comerciales y devoramos uno tras otro, productos que ni satisfacen ni satisfarán tanta frustración, tanta abrumadora frustración. No agolpamos comedores donde distribuyen exquisitos bocados, mientras los famélicos se agolpan al otro lado de la valla. No compramos billetes de aviones transoceánicos que nos depositen en esos lugares memorables donde las fotos lucen tan bien. No encadenamos cada segundo de vida a la esclavitud de lo material. En un suspiro nos hemos vuelto mortales, asequibles al aliento frío.

Caeremos por miles, mañana en la batalla.

Se echó la noche encima y me tomó de la mano el frío. Recuerdo una sombra corriendo por la avenida, como alma en pena.

Al despertar esta mañana, a la luz del nuevo día, el primer contacto visual fue con un Mirlo en la cima de un árbol desnudo. En el campo mojado, sus socios disfrutaban del nuevo mundo. Son ellos los nuevos amos de la ciudad.